Las huellas de un padre en penumbra
Era una mañana de verano en Lima cuando mi padre me dijo que lo acompañara a visitar a un cliente en Ate Vitarte. El calor era sofocante, típico de la ciudad en esa época del año, y el tráfico avanzaba con la lentitud habitual. Yo tenía apenas quince años y me sentía importante por la confianza que mi padre depositaba en mí. «Es importante que aprendas el camino», me dijo mientras el microbús se abría paso entre las combis y mototaxis. «La próxima vez vendrás solo.»
Llegamos al mercado después de un largo
viaje. El aire olía a pescado frito y a tierra mojada. Mi padre caminaba unos
pasos delante de mí, su camisa blanca arremangada hasta los codos, mientras yo,
con mis quince años recién cumplidos, intentaba imitar su paso firme. Ate
Vitarte no era un lugar para turistas: las calles se enredaban como venas
oscuras, los puestos de fruta se apiñaban contra las paredes agrietadas, y las
miradas de los vendedores nos seguían como sombras. «Tienes que aprender a
manejar esto solo», me había dicho esa mañana, sin explicar qué era exactamente
esto.
El mercado se alzaba ante nosotros con luces
de neón parpadeantes que anunciaban cevicherías y bodegas, «antes de ir donde
el cliente, necesito pasar al baño», comentó, señalando hacia un local que
desde fuera parecía un restaurante pequeño. «Acompáñame.»
Entramos. El contraste con el mercado fue
inmediato. La luz era tenue, casi rojiza, y reinaba un silencio extraño,
interrumpido solo por sonidos ahogados que venían de algún lugar dentro del
local. No había mesas ni comensales, solo un pasillo estrecho que se adentraba
en la penumbra.
Mientras avanzábamos, mis ojos se fueron
acostumbrando a la oscuridad. A ambos lados había pequeñas habitaciones
separadas del pasillo únicamente por cortinas desteñidas de flores marchitas
colgadas de varillas oxidadas. Al principio, creí que eran almacenes… hasta que
un gemido ahogado rasgó el silencio. Me detuve en seco. Detrás de una tela
azul, alguien jadeaba con ritmo animal. A mi izquierda, una cortina se
descorrió de golpe: una mujer en babydoll transparente, piel brillante bajo la
luz amarillenta, me sonrió con los labios pintados de cereza. «Hola, niñito»,
susurró.
Mi padre siguió caminando como si no
hubiera visto nada. Yo tragué saliva, las manos sudorosas pegadas a los
costados. Cada paso resonaba en mis oídos: pam, pam, pam. Otra cortina se
movió. Un hombre salió de una habitación ajustándose el cinturón, evitando mi
mirada.
«Espérame aquí,» me dijo cuando llegamos
al final del pasillo, donde un letrero desteñido indicaba los baños.
Me quedé inmóvil, intentando parecer
invisible. Desde otra habitación, una mujer mayor me observaba fijamente.
Llevaba el cabello teñido de un rojo imposible y un maquillaje excesivo que no
conseguía disimular las arrugas de su rostro. Me guiñó un ojo y murmuró algo
que preferí no entender.
Los minutos se estiraron como goma. Cuando mi padre
regresó, salimos del local sin decir palabra. El bullicio del mercado me
pareció entonces reconfortante, real, seguro.
«¿Captaste dónde queda el cliente?» me preguntó
mientras caminábamos entre los puestos.
"Sí," respondí mecánicamente, aunque mi
mente seguía procesando lo que acababa de presenciar.
«Bien. La próxima vez tendrás que venir tú solo.»
Sus palabras resonaron con un eco extraño. La
normalidad con la que hablaba, como si no hubiéramos atravesado un prostíbulo
para llegar al baño, me desconcertaba. ¿Había sido casualidad? ¿O mi padre
había elegido deliberadamente ese camino?
Cuando regresé semanas después, no lo hice solo. La
curiosidad adolescente y el deseo de compartir ese secreto me llevaron a
invitar a mis dos primos. El viaje desde Lince hasta Ate Vitarte se me hizo más
corto esta vez; conocía el destino y lo que encontraríamos allí.
Mis primos, Hugo y Rafa, se rieron cuando
les conté. «¡Tu viejo te llevó a un puticlub!», escupió Hugo, mientras el
microbús avanzaba entre el humo de Lince hacia Ate. Rafa, el mayor, llevaba una
navaja en el bolsillo. «Vamos a ver qué
tan seguro es ese lugar», dijo.
Llegamos, las luces parpadeaban como ojos
borrachos, y las cortinas ahora estaban cerradas, salvo una, donde una mujer con
tacones de aguja fumaba mirando al vacío. Entramos en fila, fingiendo
seguridad. Lo que sucedió dentro queda envuelto en la neblina de los recuerdos
incómodos. Solo conservo con claridad la imagen de mi primo siendo expulsado
del local, mientras las trabajadoras gritaban y un hombre corpulento lo
empujaba hacia la calle. Su comportamiento había cruzado alguna línea invisible
pero infranqueable. «Tu primo está enfermo,» «Este lugar es una mierda», murmuró
mi otro primo mientras nos alejábamos apresuradamente del lugar.
Ahora, años después, aún me pregunto qué
quiso enseñarme mi padre aquel día. ¿Era una prueba de madurez, un rito de paso
torpe, o algo más oscuro? Nunca se lo pregunté. Pero cada vez que paso frente a
un mercado, miro las cortinas cerradas y recuerdo el eco de aquellos gemidos,
mezclándose con la voz de mi viejo tarareando como si el mundo no fuera un
lugar lleno de puertas que nunca deberíamos abrir.
Y pienso en Hugo, en su risa forzada, en
cómo ese día algo se quebró para siempre: la inocencia, tal vez, o la ilusión
de que los padres siempre saben lo que hacen.
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